El desarme es uno de los temas predilectos de las grandes… pero sólo para aplicarlo a los demás. Por ejemplo, Siria tuvo que renunciar a su arsenal químico pero Estados Unidos acaba de anunciar su proyecto de armar a los mercenarios que luchan contra el Estado sirio.
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Un cargamento de armas químicas sirias está por ser trasladado, en [el municipio italiano de] Giaia Tauro [1] (Calabria) del barco danés Ark Futura al navío estadounidense USS Cape Ray. Se trata del último envío y Siria termina así su desarme químico, bajo control de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas (OPAQ).
Damasco cumple así el compromiso que había contraído en el marco del acuerdo alcanzado gracias a la mediación de Moscú, que a su vez obtuvo de Washington la promesa de no atacar Siria.
Según la ministra italiana de Relaciones Exteriores Federica Mogherini, la entrega y posterior destrucción de las armas químicas sirias «podría abrir escenarios ulteriores de desarme y no proliferación en la región». Lo que no dice la ministra [italiana] es que, mientras Siria ha renunciado a sus armas químicas, Israel se ha dotado de un arsenal químico sofisticado, cuya existencia se mantiene en secreto porque Israel firmó pero nunca ratificó el tratado de no proliferación.
Mogherini soslaya, en primer lugar, de qué manera “contribuye” Estados Unidos al «desarme» en la región.
En el preciso momento en que Damasco termina su desarme químico, demostrando así su preferencia por la negociación, el presidente estadounidense Barack Obama [premio Nobel de la Paz. NdlR.] solicita al Congreso 500 millones de dólares para entrenar y armar «miembros controlados de la oposición siria» –probablemente de la mayoría de combatientes no sirios reclutados en países como Libia, Afganistán, Bosnia y Chechenia y posteriormente infiltrados en Siria. Entre esos individuos se encuentran numerosos miembros del Emirato Islámico en Irak y el Levante (EIIL) entrenados por instructores [también estadounidenses] en una base secreta en Jordania.
Aún cuando Damasco acaba de completar su desarme químico y a pesar de que siguen acumulándose nuevas pruebas de que fueron los «rebeldes» quienes recurrieron al uso de armas químicas en Siria, Washington sigue armando y entrenando a esos «rebeldes» para que derroquen el gobierno sirio.
Y resulta emblemática la declaración de la Cumbre del G7, que no es más que el reflejo de la política de Washington. Sin mencionar ni una palabra sobre el desarme químico de Siria, el G7 «condena la brutalidad del régimen de Assad, quien desarrolla un conflicto en el que han muerto más de 160 000 personas y dejado a otros 9,3 millones necesitados de asistencia humanitaria». Calificando de farsa la elección presidencial realizada en Siria el 3 de junio de 2014, el G7 afirma que «no hay futuro para Assad en Siria». En cambio, elogia «el compromiso de la Coalición Nacional y del Ejército Sirio Libre por la defensa del derecho internacional» mientras que «deplora» el hecho que Rusia y China hayan impedido en el Consejo de Seguridad de la ONU la adopción de una resolución destinada a poner a los gobernantes Sirios a la disposición de la Corte Penal Internacional.
Están por lo tanto muy claros los objetivos de Washington: derrocar el gobierno de Damasco, respaldado principalmente por Moscú, y al mismo tiempo deponer –incluso a través de la ofensiva del EIIL, que corresponde perfectamente a la estrategia estadounidense– el gobierno de Bagdad, que se había distanciado de Estados Unidos acercándose en cambio a China y Rusia. O, como alternativa, «balcanizar» Irak favoreciendo su división en 3 partes.
Con ese objetivo Washington envía a Irak, además de drones armados que operan desde Kuwait, 300 consejeros militares cuya misión consistirá en crear 2 «centros de operaciones conjuntas», uno en Bagdad y el otro en Kurdistán.
Para dirigir esas operaciones y otras, definidas oficialmente como «contraterrorismo», la Casa Blanca está solicitando fondos adicionales al Congreso: 4 000 millones de dólares para el Pentágono –sobre todo para sus Fuerzas Especiales–, 1 000 millones para el Departamento de Estado y 500 millones para «situaciones imprevistas». Aunque la verdad es que son fácilmente previsibles.